Vivimos en un mundo construido en la desconfianza, en la idea de intentar obtener de los otros y evitar que ellos obtengan de nosotros, un mundo dominado por la absurda idea de la competitividad.
En ese mundo, y en función de si nuestra personalidad tiende a ser dominante o sumisa, solemos manifestar esa desconfianza en forma de una timidez que busca la aprobación del otro, o en forma de una agresividad tras la que uno esconde su miedo al otro.
Ambas son actitudes que nos impide Ser en nuestra integridad y desarrollar nuestro potencial, y que también impiden que nuestras relaciones se desarrollen de una forma sana y sean, en la mayoría de las ocasiones, relaciones dolorosas.
Pero es, en estas circunstancias, en las que tenemos que volver a la confianza.
Y eso podemos hacerlo mediante nuestra capacidad de ser conscientes de nuestro valor esencial real, y desde la convicción de que todo aquello que está en nuestra vida, está porque puede estar y porque podemos vivirlo, que en nosotros están siempre las herramientas suficientes para poder abordarlo.
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