A veces caemos en nuestras relaciones en un círculo vicioso de reproches y daños mutuos.
Hay personas que expresan su malestar y frustración hacia afuera, en forma de agresividad y exigencia hacia el otro. Y otras que lo expresan hacia dentro, en forma de tristeza o de reproche interiorizado y silencioso.
Formas distintas que aprendemos en nuestra infancia para sobrevivir a las frustraciones y adaptarnos a las condiciones de nuestro entorno.
En la mayoría de los casos, ambas formas se retroalimentan negativamente, en un juego absurdo de victimismos.
El que lo expresa con agresividad vierte su negatividad hacia el otro, y ese otro responde muchas veces con un silencio y enfado interno y con la creencia de tener una superioridad moral con respecto al otro.
Y ambas no dejan de ser sino formas de expresión inmaduras de un niño interno herido y aún no sanado.
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