Si algo requiere la culpa es de culpables, y hacia ellos enviamos nuestro odio, nacido, precisamente, de esa misma culpabilización.
Cuando sentimos que otro es culpable de nuestro malestar, hacia él enfocamos nuestro odio, nuestra energía negativa, nacida de nuestro sufrimiento y sustentadora del mismo.
Cuando decidimos que somos nosotros los culpables, enfocamos nuestro odio y enfado hacia nosotros mismos y nos llenamos de un angustioso autodesprecio.
Y ambas son las dos caras de una misma moneda, porque cualquier tipo de odio a otro necesita también siempre de una inevitable dosis de odio a uno mismo.
Hemos de dejar de buscar culpables y de seguir en una culpa que nos mantiene en la inútil impotencia, en el más doloroso victimismo.
Hemos de mirar a la luz del sol que nos ilumina y, simplemente, decidir de qué forma vamos a vivir esas circunstancias en nuestra vida y qué es lo que estamos dispuestos a hacer para mejorar la situación.
Resolver siempre desde el amor, no encerrados en nuestro dolor, sino abiertos al mundo en una dulce y sanadora compasión.
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