Desde niños vamos buscando la aprobación de los demás, máxime cuando nuestra sociedad tiende permanentemente a enjuiciar.
Y en esa búsqueda de la aprobación íbamos modificando nuestra conducta para así poder obtener esa ansiada aprobación del entorno, incluso cuando ello supusiera una cierta traición a nosotros mismos.
Y es esa misma necesidad de aprobación la que nos convertía en personas hipócritas que intentaban mostrar la mejor cara y ocultar aquellos aspectos que pudieran suscitar rechazo.
Pero uno de los síntomas de nuestra madurez es, precisamente, el no necesitar la aprobación de los demás, asumiendo la responsabilidad de lo que hacemos e intentando ser coherentes con lo que sentimos.
No es que vivamos cerrados a lo que los demás opinen de lo que hacemos, sino, simplemente que ya no estamos dispuestos a anteponer la opinión de los demás a la nuestra propia opinión.
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