Hemos vivido constreñidos por una moral religiosa cerrada que propugnaba la sumisión y la negación de uno mismo como principios básicos. Y que consideraba que anteponer los deseos y necesidades de los demás a los propios era la mejor muestra de amor.
Una moral que defendía que los errores eran pecados imperdonables que requerían castigo más que corrección, y que hacía del desprecio a uno mismo y de los remordimientos el mejor de los castigos.
Una moral que ha confundido el odio al mal con el amor al bien y que ha sostenido moralmente y durante siglos, guerras y conflictos, que ha justificado la violencia en nombre de Dios.
Esa moral nos ha llevado a la hipocresía, a ocultar y negar muchos aspectos de nosotros mismos, a un culto a la apariencia de moralidad, vigilada por el grupo y sus juicios.
Es el momento de soltar esa moral y de recuperar una relación más honesta y sincera con nosotros mismos que nos permita mostrarnos ante los demás tal y como somos y aceptarles a ellos tal y como son, para, desde ahí, poder vivir unas relaciones más auténticas.
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