La mayoría de nosotros llevamos o hemos llevado encima eso que se denomina vergüenza tóxica y que tiene que ver con el pensamiento o el sentimiento de que no somos suficientemente buenos o merecedores de felicidad.
Venimos de una cultura y una religión en la que el peso de la culpa era enorme, en la que se nos decía que veníamos ya corrompidos de origen.
Una cultura que consideraba la dureza como la mejor educación posible, y que pensaba que una actitud excesivamente amorosa hacia el niño suponía malcriarlo.
Venimos de donde venimos, pero ya es nuestra responsabilidad soltar esa vergüenza y trascenderla. Tenemos que darnos cuenta de que es a nosotros exclusivamente a quienes corresponde esa labor.
Para ello es esencial la conexión con nuestro niño interior, con el niño que fuimos. Somos nosotros, como adultos maduros, a los que nos corresponde darle el amor y la atención que no recibió y que muchas veces sigue-seguimos buscando fuera.
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