Toda etapa de la vida tiene su belleza y hay que saber ir viviéndolas e integrando lo vivido.
Cuando integramos lo vivido, en nosotros sigue estando vivo el niño que fuimos, con su inocencia, con su curiosidad y su alegría.
Y también mantenemos un espíritu joven que nos lleva a seguir activos y despiertos ante lo que nos trae la vida, un espíritu que gusta del buen humor.
La madurez no es incompatible con ello, más bien al contrario, con esas etapas integradas vivimos una madurez que aún está despierta e interesada por todo, centrada en el presente.
Desde esa serenidad que da la madurez, capaz de relativizar y de saber apreciar lo realmente importante y de anteponerlo a lo accesorio. Una madurez capaz ya de ver las cosas con la suficiente perspectiva.
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